El libro como
objeto de deseo.
Sucede con mucha frecuencia en la conducta de los hombres que el
representar mediante un objeto cierta sensación, un instante especial, un suceso
muy significativo o hasta una misma persona nos haga tener en mucho aprecio a
ese determinado objeto. Un ejemplo muy sencillo podría ser aquella flor que se
guarda celosamente en una cajita y que evoca nuestro primer amor. Obviamente
los objetos varían de persona en persona y he aquí que la diversidad torna más
rica esta conducta fetichista (por denominarla de alguna forma).
Cuando este objeto se plasma en el
cuerpo de un libro la significación es muy diversa. El libro tiene, ya en sí
mismo, un peso histórico tremendo por la tradición de siglos y porque cada
libro es, siempre, heredero de un pasado. También por el valor intelectual y
creativo que desemboca en la realización del mismo, y me refiero también al
aspecto meramente físico. Cuando se juntan estos dos fenómenos, la del libro
como un valor en sí mismo (intrínseco) y la de ser un objeto evocador de X
sensación (fetichismo)la mezcla resulta bastante apasionante.
Me podría considerar un lector, desde
hace poco tiempo, mas o menos asiduo a la poesía, en particular a la francesa
de la 2ª mitad del siglo XIX (Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, Verlaine) y dentro
de mis escasos recursos económicos un día pude hacerme de un ejemplar de Las flores del mal de Charles
Baudelaire en versión bilingüe, que, según me dijeron unos amigos conocedores
del idioma y del autor, era una buena traducción, bastante cuidada a respetar
el sentido original, la rítmica y la métrica. Debo mencionar que no tenía la
menor idea de esto y la razón porque compre ese ejemplar fue por su módico
precio. Esto, pues, me hizo tener en gran valía mi primer libro del celebre
“poeta maldito”. Al cariño que ya le tenía al libro se le anexo que a partir de
él conocí a personas sumamente interesantes que a su vez me introdujeron más a
la poesía, entendida esta de una forma más compleja y completa.
Como sucede siempre con la gente de
buen corazón (por utilizar un eufemismo) me pareció de lo más natural empezar a
prestar mi preciado libro a algunos de mis compañeros que desconocían al autor
y que querían acercarse, por recomendación mía, a él. De hecho así había
conocido a diversos autores; era una forma de retribuir un bien que me habían
regalado (el conocimiento del autor, no el libro). Pero como reza la sabiduría
popular: “tonto el que presta un libro, pero más tonto el que lo regresa”.
Un aciago día me empezaron a dar
excusas y rodeos para que me lo regresaran. El pretexto fue muy sencillo. La
personilla a la que se lo presté no me lo quizó regresar porque el libro era un
especie de “vínculo”, representaba un punto de unión, de nexos, de instantes y
lo conservaría con ese valor simbólico. Primero me debatí entre el valor
(cuantitativo) del libro y el sentimiento (cualitativo) que despertó el acto de
esta personilla en mí, pero lo cierto es que no recuperé mi libro, afortunada o
desartunadamente, no lo sé.
Vaya lo único que me queda es
la oportunidad de que ahora yo aplique este “método” para hacerme de un buen
libro y de una buena experiencia también.